Es un juego basado en la exageración con fines cómicos. Un tradicional chiste o juego infantil en el que se escoge una cualidad —repetida indefectiblemente tres veces— y se exagera hasta lo imposible.
Era una adivina tan buena, tan buena, tan buena, que además del futuro adivinaba el condicional y el pluscuamperfecto de subjuntivo.
Era una bruja tan tonta, tan tonta, tan tonta, que no se dedicaba a las ciencias ocultas porque no las encontraba.
Era un cirujano tan tacaño, tan tacaño, tan tacaño, que aplicaba la anestesia con un martillo.
Era un chiste tan malo, tan malo, tan malo, que tuvieron que castigarlo.
Era un capataz tan malo, tan malo, tan malo, que ni jugando al ajedrez conseguía mover los peones.
Era una casa tan elegante, tan elegante, tan elegante, que hasta los ratones llevaban corbata.
Era un coche tan malo, tan malo, tan malo, que el lugar de matrícula llevaba suspenso.
Era un hombre tan feo, tan feo, tan feo, que se presentó a un concurso de feos y lo echaron por abusón.
Era un hombre tan honrado, tan honrado, tan honrado, que cuando sumaba no se llevaba ninguna.
Era un hombre tan viejo, tan viejo, tan viejo, que no sabían si llevarlo al asilo o al museo arqueológico.
Era un hombre tan rico, tan rico, tan rico, que iba al psiquiatra porque tenía complejos industriales.
Era un hombre tan viejo, tan viejo, tan viejo, que conoció al rey de bastos cuando era príncipe.
Era una mujer tan infiel, tan infiel, tan infiel, que para acostarse con ella su marido tenía que disfrazarse de vecino.
Era una mujer tan pequeña, tan pequeña, tan pequeña, que en vez del mes tenía el ratito.
Era una mujer tan vieja, tan vieja, tan vieja, que hacía las cuentas con números romanos.
Era un árbitro tan casero, tan casero, tan casero, que arbitraba los partidos en batín y en zapatillas de andar por casa.
Era un hombre tan feo, tan feo, tan feo, que cuando nació la cigüeña dio dos viajes: uno para dejarlo y otro para pedir disculpas.
Era una iglesia que estaba tan lejos, tan lejos, tan lejos, que no iba ni Dios.